Datos personales

Mi foto
Caraz-Huaraz, Ancash, Peru

viernes, 9 de octubre de 2009

EL GRAU QUE ME IMAGINO

Me imagino a Don Miguel rodeado de sus ocho hijitos, saliendo de su casa en el Jr. Huanacavelica dirigiéndose con Doña Dolores al Templo de La Merced, para escuchar misa en un domingo de los pocos en familia.

Me imagino a Don Miguel en su buque, repasando en su memoria todos los lugares por los que pasó en sus innumerable viajes iniciados desde los nueve añitos.

Su madre lo despidió de casa y nunca fue a una escuela y todavía me pregunto cómo hizo para ser un caballero de nobles sentimientos, cómo hizo para dar tanto amor en las cartas que dirigía a su esposa, cómo pudo ser tan fino habiendo crecido en un ambiente tan rudo como era el de la marina mercante de esos tiempos.

Ese niño que se hizo marinero y hombre de bien por sí mismo, con sólo un buque, aquel trágico buque con nombre de inca trágico "El Huascar", puso en raya a la más poderosa marina de sudamérica por cinco meses, desde mayo (Combate de Iquique) hasta octubre ( Masacre de Angamos). Cinco meses en los que Chile lo convirtió en una leyenda, en un fantasma, en un leon que hace mucho daño. Desató la histeria colectiva de los chilenos, obligándoles a olvidar casi la guerra y declarar prioridad atrapar al Huascar y a su almirante.

Me imagino que un peruano inteligente como Grau debió de dar contraste impresionante con la inemptitud chilena de aquel momento.

La vida de Grau no sólo es la de un héroe por el 8 de octubre, toda su vida es admirable. Surgió, emergió y brilló en este país hasta convertirse en el peruano del milenio, paradigma de humanidad.

Gonzales Prada escribio algo muy especial sobre él:



Épocas hay en que todo un pueblo se personifica en un solo individuo: Grecia en Alejandro, Roma en César, España en Carlos V, Inglaterra en Cromwell, Francia en Napoleón, América en Bolívar. El Perú en 1879 no era Prado, La Puerta ni Piérola, era Grau.
Cuando el Huáscar zarpaba de algún puerto en busca de aventuras, siempre arriesgadas, aunque a veces infructuosas, todos volvían los ojos al Comandante de la nave, todos le seguían con las alas del corazón, todos estaban con él. Nadie ignoraba que el triunfo rayaba en lo imposible, atendida la superioridad de la escuadra chilena; pero el orgullo nacional se lisonjeaba de ver en el Huáscar un caballero andante de los mares, una imagen del famoso paladín que no contaba sus enemigos antes del combate, porque aguardaba contarles vencidos o muertos.
Nosotros, legítimos herederos de la caballerosidad española, nos embriagábamos con el perfume de acciones heroicas, en tanto que otros, menos ilusos que nosotros y más imbuidos en las máximas del siglo, desdeñaban el humo de la gloria y se engolosinaban con el manjar de victorias fáciles i baratas.
I merecíamos disculpa!
El Huáscar forzaba los bloqueos, daba caza a los trasportes sorprendía las escuadras, bombardeaba los puertos, escapaba ileso de las celadas o persecuciones, y más que nave, parecía un ser viviente con vuelo de águila, vista de lince y astucia de zorro. Merced al Huáscar, el mundo que sigue la causa de los vencedores, olvidaba nuestros desastres y nos quemaba incienso; merced al Huáscar, los corazones menos abiertos a la esperanza cobraban entusiasmo y sentían el generoso estímulo del sacrificio; merced al Huáscar, en fin, el enemigo se desconcertaba en sus planes, tenía vacilaciones desalentadoras y devoraba el despecho de la vanidad humillada, porque el monitor, vigilando las costas del Sur, apareciendo en el instante menos aguardado, parecía decir a la ambición de Chile: "Tú no pasarás de aquí". Todo esto debimos al Huáscar, y el alma del monitor era Grau.
La popularidad de Grau empieza al encenderse la guerra contra Chile. Antes pudo confundirse con sus émulos i compañeros de armas o diseñarse con las figuras más notables del cuadro; pero en los días de la prueba se dibujó de cuerpo entero, se destacó sobre todos, les eclipsó a todos. Fué comparado con Noel y Gálvez, i disfrutó como Washington la dicha de ser "el primero en el amor de sus conciudadanos". El Perú todo le apostrofaba como, Napoleón a Goethe: "Eres un hombre".


Y lo era, tanto por el valor como por las otras cualidades morales. En su vida, en su persona, en la más insignificante sus acciones, se conformaba con el tipo lejendario del marino.

Humano hasta el esceso, practicaba generosidades que en el fragor de la guerra concluían por sublevar nuestra cólera. Hoy mismo, al recordar la saña implacable del chileno vencedor, deploramos la exagerada clemencia de Grau en la noche de Iquique. Para comprenderle y disculparle, se necesita realizar un esfuerzo, acallar las punzadas de la herida entreabierta, ver los acontecimientos desde mayor altura. Entonces se reconoce que no merecen llamarse grandes los tigres que matan por matar o hieren por herir, sino los hombres que hasta en el vértigo de la lucha saben economizar vidas y ahorrar dolores.

Sencillo, arraigado a las tradiciones religiosas, ajeno a las dudas del filósofo, hacía gala de cristiano y demandaba la absolución del sacerdote antes de partir con la bendición de todos los corazones. Siendo sinceramente religioso, no conocía la codicia —esa vitalidad de los hombres yertos—, ni la cólera violenta —ese momentáneo valor de los cobardes—, ni la soberbia —ese calor maldito que sólo enjendra víboras en el pecho—. A tanto llegaba la humildad de su carácter que, hostigado un día por las alabanzas de los necios que asedian a los hombres de mérito, esclamó: "Vamos, yo no soy más que un pobre marinero que trata de servir a su patria".

Por su silencio en el peligro, parecía hijo de otros climas, pues nunca daba indicios del bullicioso atolondramiento que distingue a los pueblos meridionales. Si alguna vez hubiera querido arengar a su tripulación, habría dicho espartanamente, como Nelson en Trafalgar: "La patria confía en que todos cumplan con su deber". Hasta en el porte familiar se manifestaba sobrio de palabras: lejos de él la verbosidad que falsifica la elocuencia y remeda el talento. Hablaba como anticipándose al pensamiento de sus con la más leve contradicción. Su cerebro discernía con lentitud, su palabra fluía con largos intervalos de silencio, y su voz de timbre femenino contrastaba notablemente con sus facciones varoniles y toscas.

Ese marino forjado en el yunque de los espíritus fuertes, inflexible en aplicar a los culpables todo el rigor de las ordenanzas, se hallaba dotado de sensibilidad esquisita, amaba tiernamente a sus hijos, tenía marcada predilección por los niños. Sin embargo, su energía moral nos enervaba con el sentimiento como lo probó en 1865 al adherirse a la revolución: rechazando ascensos y pingües ofertas de oro, desoyendo las sugestiones o consejos de sus más íntimos amigos, resistiendo a los ruegos e intimaciones de su mismo padre, hizo lo que le parecía mejor, cumplió con su deber.

Tan inmaculado en la vida privada como en la pública, tan honrado en el salón de la casa como en el camarote del buque,f ormaba contraste con nuestros políticos y nuestros guerreros, existía como un verdadero anacronismo.

Como flor de sus virtudes, trascendía la resignación: nadie conocía más el peligro, y marchaba de frente, con los ojos abiertos, con la serenidad en el semblante. En él, nada cómico ni estudiado: personificaba la naturalidad. Al ver su rostro leal y abierto, al coger su mano áspera y encallecida, se palpaba que la sangre venia de un corazón noble y generoso.

Tal era el hombre que en buque mal artillado, con marinería inesperta, se vió rodeado y acometido por toda la escuadra chilena el 8 de Octubre de 1879.


En el combate homérico de uno contra siete, pudo Grau rendirse al enemigo; pero comprendió que por voluntad nacional estaba condenado a morir, que sus compatriotas no le habrían perdonado el mendigar la vida en la escala de los buques vencedores. Efectivamente. Si a los admiradores de Grau se les hubiera preguntado qué exigían del Comandante del Huáscar el 8 de Octubre, todos habrían respondido con el Horacio de Corneille: Que muriera! ".

Todo podía sufrirse con estoica resignación, menos el Huáscar a flote con su Comandante vivo. Necesitábamos el sacrificio de los buenos y humildes para borrar el oprobio de malos y soberbio. Sin Grau en la Punta de Angamos, sin Bolognesi en el Morro de Arica ¿tendríamos derecho de llamarnos nación? ¡Qué escándalo no dimos al mundo, desde las ridículas escaramuzas hasta las inesplicables dispersiones en masa, desde la fuga traidora de los caudillos hasta las sediciones bizantinas, desde la maquinaciones subterráneas de los ambiciosos vulgares hasta las tristes arlequinadas de los héroes funambulescos!

En la guerra con Chile, no sólo derramamos la sangre, exhibimos la lepra. Se disculpa el encalle de una fragata con tripulación novel y capitán atolondrado, se perdona la derrota de un ejército indisciplinado con jefes ineptos o cobardes, se concibe el amilanamiento de un pueblo por los continuos descalabros en mar i tierra; pero no se disculpa, no se perdona ni se concibe la reversión del orden moral, el completo desbarajuste de la vida pública, la danza macabra de polichinelas con disfraz de Alejandros y Césares.

Sin embargo, en el grotesco y sombrío drama de la derrota, surgieron de cuando en cuando figuras luminosas y simpáticas. La guerra, con todos sus males, nos hizo el bien de probar que todavía sabemos engendrar hombres de temple viril. Alentémonos, pues: la rosa no florece en el pantano; y el pueblo en que nacen un Grau y un Bolognesi no está ni muerto ni completamente degenerado. Regocigémonos, si es posible: la tristeza de los injustamente vencidos conoce alegrías sinceras, así como el sueño de los vencedores implacables tiene despertamientos amargos, pesadillas horrorosas.